El poder de la propia voz
La fuerza de la expresión artística y el ejemplo de Thich Nhat Hanh a través de sus palabras
“¡Atención! Vuélvete y enfrenta a tus verdaderos enemigos:
ambición, violencia, odio y codicia”
¿Hasta qué punto puede el arte transformar el mundo? Este es el pensamiento que me rondaba al leer el libro de Thich Nhat Hanh, “Llamadme por mis verdaderos nombres”. En él, la sencillez y delicadeza propias de la poesía zen se entremezclan con el detalle delicioso de su presencia y la crudeza de la guerra de Vietnam. Quizá los poemas referidos a esta tragedia son especialmente conmovedores: Thay, como le llamaban sus compañeros de manera afectuosa, narra con detalle y de manera descarnada sucesos como los ataques de soldados de uno u otro bando, aldeas exterminadas, niños sin esperanza y lágrimas de dolor ante el sinsentido de veinte años de una guerra despiadada.
Creo que todos a veces —y más aún, en los últimos tiempos— nos debatimos entre la impotencia ante los sucesos que agitan el mundo y nuestra mínima capacidad para influir en ellos. Sin embargo, elevar la propia voz tiene sentido: nos hace conscientes de qué es aquello que pensamos y sentimos; supone un primer paso que permite que las ideas se empiecen a concretar; nos ayuda a darnos cuenta de que no estamos solos; aúna voluntades y otorga fuerza a la comunidad; y, por supuesto, fortalece la libertad interna, la primera de todas las libertades.
La voz surge de la garganta y, simbólicamente, supone el punto de encuentro entre mente y corazón. Una voz fortalecida y consciente de los propios pensamientos y anhelos es una voz honesta, que habla desde el cuidado y trata de contribuir al entorno que le rodea. En ese sentido, la expresión artística no solo conmueve a través de la forma sino que, además, transforma mentalidades y establece narrativas que actúan como brújula para la sociedad. Dibujar utopías no es lo mismo que construirlas, pero sí es el primer paso necesario para caminar hacia ellas.
Un testimonio de la guerra unido a la presencia del zen
Thich Nhat Hanh fue un ejemplo no solo de cómo vivir en estado de presencia, con una forma de ser que aunaba claridad mental y ternura, sino que también nos mostró cómo estar en el mundo ante la tragedia. Fue capaz de acercarse al dolor y actuar sobre el terreno en la guerra de Vietnam —ayudando a civiles y soldados de ambos bandos—, a la vez que expresaba en sus versos la gigantesca ruptura social de la que fue testigo.
[Una nota, por cierto, sobre su neutralidad: si bien Thay abogó por el acercamiento y la reconciliación entre ambos lados que, probablemente, es la única forma de alcanzar a una paz duradera, personalmente opino que la situación hoy en día es tan desproporcionada que, actualmente, hay que mojarse].
Su libro de poemas, “Llamadme por mis verdaderos nombres”, es más que el reflejo de la guerra, aunque quizá sí es esta la parte que más nos impresiona: el dolor de los boat people, las miles de personas que abandonaron el país, o el horror y la miseria provocados por dos décadas de guerra. Después de estos versos, abundan otros que entroncan con la poesía zen y la sencillez del haiku. Sin ceñirse a su brevedad, sí se centran en lo esencial y huyen de florituras y artificios, expresando la belleza del cambio en el entorno natural: el brillo de la luz del sol, el reflejo del mundo en las gotas de lluvia o el temblor de las hojas agitadas por el viento.
Algunos de sus poemas te llevan al espacio sentido de la inmensidad de la calma. Otros te ponen en contacto con un dolor sin fondo al que Thay se abre sin ambages. A veces los versos son diálogos con obras anteriores de maestros y poetas que inspiraron sus palabras. Muchos de sus textos poéticos se contextualizan después, como si el autor buscara no solo expresar la esencia del zen, sino también compartir las vicisitudes que finalmente dan forma a la vida.
En sus poemas habla de la vida y la muerte, de su concepción del alma y de la “verdadera libertad” que, dice, sucede al dejar este cuerpo, del saludo de los pájaros al alba o del renacer que experimentamos cada mañana, si lo vivimos con atención plena.
Sus enseñanzas traspasan el papel y se meten hasta los huesos, como si el maestro estuviera a nuestro lado y pudiéramos incorporar sus aprendizajes, caminando juntos, traspasando las fronteras del tiempo y el espacio. Leer su libro es como sentarse con él y saborear juntos una taza de té, compartiendo una conversación íntima. Tan grande es, parece, la fuerza de su presencia.