Crear sentido en el sufrimiento
“No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón”
A lo largo de la vida sorteamos todo tipo de batallas. Las que se nos antojan inmensas, que nos dejan por un tiempo exhaustos y vencidos, y las diminutas pero constantes, que corren el riesgo de socavarnos si no las compensamos con un propósito que infunda ánimo en el cuerpo
Roger Federer, una de las figuras más grandes del tenis, aportó un dato revelador en los días de su despedida como jugador profesional: a lo largo de su carrera había ganado el 80% de los partidos individuales, pero tan solo el 54% de los puntos. El fracaso no fue una excepción, sino más bien un acompañante más en su trayectoria. A su habilidad, indudable, como tenista, se sumó una enorme dosis de ecuanimidad: día a día se enfrentó al malestar de cada pérdida sin permitir que le sobrepasara y dificultara su acción en el juego del punto posterior.
La escritora Rosa Montero explicaba en una entrevista su ciclo de trabajo con una novela y cómo asumía que en las épocas de promoción de su obra anterior no tendría tiempo ni energía para dedicarle a la escritura de la que estaba en ciernes —un hecho bastante frustrante para un creador—. En esos lapsos, en vez de torturarse porque no podía avanzar, elegía que la historia “siguiera viva” en su cabeza o en forma de notas, acometiéndola tan solo cuando pudiera dedicarse a ella de manera más intensa. Es decir, integró la incomodidad como parte del proceso y, desde el cuidado, acomodó una rutina funcional y realista dentro de sus ciclos de trabajo.
Lidiar con el malestar de manera hábil es un hábito que podemos incorporar
Ambas son formas hábiles de gestión de la frustración cotidiana. También son miradas que nos hablan de cómo el malestar, mayor o menor, es inherente a la vida y solo podemos aspirar a navegar con pericia en las aguas turbulentas. Esta capacidad, además, no es un proceso binario, intelectual, que conozcamos o no. Se trata, más bien, de un hábito a incorporar, como un buen saque de tenis o la capacidad de mantener la calma en momentos de dificultad.
A veces, a toro pasado, incluso encontramos sentido al sufrimiento. Como si, una vez viéramos cierta luz al final del túnel, reconociéramos que había algo que aprender en esa oscuridad. No siempre aprendemos del malestar, pero siempre tenemos esa posibilidad. Cada momento de dolor es, como mínimo, una llamada de atención y una oportunidad de habitar un espacio más abierto y compasivo.
Avanzar en esa dirección, sin embargo, no es gratuito. Necesitamos ser capaces de relajarnos en el sufrimiento, de conocerlo y atenderlo desde el coraje y el cariño, en lugar de mirar hacia el otro lado. Se trata de incorporar el hábito contrario a la tendencia automática de escapar del malestar, una estrategia útil contra el dolor físico, pero contraproducente cuando el alma se escurre entre las grietas del corazón. El dolor es universal, nos vertebra como seres sintientes. La vulnerabilidad, paradójicamente, nos hace más fuertes, porque nos permite prestar atención a aquello que necesita ser mirado y nos conecta como sociedad.
Cada cambio en la rutina es un paso que nos saca de la prisión
Cuando estamos en medio del dolor nos puede parecer que aquello que está a nuestro alcance es más bien poco: apenas pequeños gestos imperceptibles desde fuera. Sin embargo, en ese movimiento, la magia habrá comenzado. Cada cambio en la rutina, cada paso en una dirección distinta, nos saca de la prisión que nos encierra y nos conduce a otro lugar, más cercano al horizonte que imaginábamos… y a la vez, distinto y sorprendente.
Existen también momentos en los que nos sentimos atrapados en un pozo de fango, tratando de escapar y, a la vez, hundiéndonos cada vez más. No es extraño: es ese rechazo intenso lo que nos precipita hacia el fondo. La solución: relajarnos y ablandar, dándonos cuenta de que podemos descansar también en lo más hondo, ganar ecuanimidad y observar que el pozo, quizá, ni siquiera es tan aberrante. Tenemos la posibilidad, también, de curiosear, investigar cómo es eso de sentirse en un pozo. Desde la calma suele llegar una mayor comprensión, y desde ella, a menudo, los nudos se aflojan, parece que tenemos más libertad de movimiento y, misteriosamente, empiezan a surgir pequeños peldaños por los que ir saliendo del abismo, casi sin darnos cuenta.
‘Entender’ el pozo, encontrar
el sentido, es un acto creativo
Sin embargo, es fundamental tomar conciencia de que “entender” el pozo, encontrar sentido al malestar, es un acto creativo. Generamos la realidad sentida continuamente (asignándole un valor, positivo o negativo, a hechos que por sí mismos son neutros) y también otorgamos sentido al sufrimiento: no siempre sabremos con certeza el “por qué”, pero siempre podremos encontrar un “para qué”.
El sentido no viene por sí solo, requiere de acción y decisión, curiosidad e intención de cuidado. En el proceso, observamos qué elementos configuran el sufrimiento, cómo hemos llegado hasta ahí, qué podemos aprender, “posamos afecto” y generamos la imagen de una dirección hábil o saludable a partir de ese momento. Nada hay más creativo que generar una imagen, y nada más hábil que elegir una dirección que haga bien a uno mismo y a los demás.
Kavafis nos recuerda, en su memorable poema “Ítaca”, que es el viaje lo que nos configura y nos cincela. Saldremos, a buen seguro, de cada pozo, y también habrá otros… Pero quizá, poco a poco, vayamos reconociendo desde el primer cambio en la orografía que tanto cumbres como hondonadas son parte del camino y que en él nos suavizamos, como los guijarros que se redondean arrastrados por la corriente del río.