Liberarse en la urdimbre
El núcleo de las tradiciones contemplativas parte de una intención de avanzar hacia la “liberación”, una noción que hoy relacionamos con vivir de manera más armoniosa, reduciendo el malestar en lo posible y saboreando los placeres sencillos, conjugando un cierto propósito con el deber cotidiano. Buscamos soluciones únicas, pero el camino es más complejo y podríamos asemejarlo a la resolución de un puzzle en constante movimiento o, si prefieres, a tejer una urdimbre: un gesto pequeño a la vez que hábil que conforma, poco a poco, una pieza mayor que uno mismo, que solo cobra sentido al finalizarla y mirarla desde fuera, con distancia
Existe una parábola perteneciente a la tradición del yoga, recogida en los Upanishads, que habla del constructo mente-cuerpo como un carruaje (el cuerpo) tirado por caballos (los sentidos) que galopan por caminos hacia los que se ven atraídos (los objetos de los sentidos). Un auriga (el intelecto, el que discrimina) retiene los caballos con las riendas (la mente operativa). El auriga va acompañado de un pasajero, el atman (el “sí mismo” o, en un sentido laxo, el alma). La parábola concluye: “Dicen los sabios que es el atman el que goza de la experiencia”.
La traducción es libre, y se trata de una interpretación propia de las palabras de Nuño Aguirre, profesor de meditación y doctor en Literatura Comparada, que a su vez, escuchó a Òscar Pujol, uno de los mayores expertos en sánscrito de nuestro país. La palabra sánscrita que aparece en el texto original de los Upanishads es “bhoktet” y habitualmente se ha traducido como “el observador” o “el que experimenta”. Esa traducción es correcta y, a la vez, no es menos cierto que la raíz “bhok” significa “gozar” o “disfrutar” con lo que, en cierto modo, podríamos decir que el atman es “el que disfruta”, el que goza de la experiencia.
El yo que observa es
el yo que se involucra
Así que, desde esa libertad que nos otorga el pensamiento creativo, imaginemos que la parábola habla de que ese yo observador que reconocemos en la práctica meditativa, que muchos identificamos con la consciencia y con ese hilo invisible que conecta la vivencia, es a la vez un yo que experimenta y que disfruta la experiencia o, al menos, conecta con ella. ¿No nos da esto acaso una visión equilibrada de un yo que mantiene una sana distancia (ese yo que observa) y que a la vez se involucra, es decir, siente, percibe, participa y “actúa con” lo que acontece?
En última instancia estamos tratando de expresar con palabras una vivencia que todos conocemos pero que es escurridiza, difícil de definir. Cualquier intento de aprehender el hecho de ser consciente encierra en sí mismo una invitación a volver al silencio, un lugar en el que habitamos esa textura indefinible que, a la vez, nos va limpiando, de una forma tenue y, al tiempo, tremendamente poderosa.
Los que somos dados a la palabra solemos tener una mente inquieta y bulliciosa, tendente a sostener redes de pensamientos que se enmarañan entre sí en una circularidad enrevesada. La vida pide que nos tomemos, de cuando en cuando, espacios de silencio, no para callar de una forma definitiva o derrotada, sino para permitir que las palabras emerjan después desde un lugar más amplio y luminoso, carente de miedo, impregnado de una ternura leve y esencial, como el aire que nos rodea y que es fuente de ese poder-hacer del que nos dota la vida.
La vida pide volver al silencio, desde donde las palabras surgen de un lugar
más luminoso
El filósofo Byung-Chul Han, reciente premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, decía que precisamente este poder-hacer al que nos empuja la sociedad actual nos da, en un primer momento, una sensación de libertad que luego nos deja sumidos en el agotamiento. Esto es cierto, y está bien nombrarlo. A la vez, ¿qué seríamos sin el néctar de la acción? ¿Podría una vida ser considerada como bien vivida si no ha hecho lo que está en su mano para hacer de este mundo un lugar mejor?
La nobleza viene muy a menudo de los pequeños-grandes actos que pueden pasar desapercibidos por su cotidianeidad: el cuidado habitual de nuestros hijos, el refrenarnos de expresar ira o malestar cuando sabemos que solo causará daño, el emprender proyectos desde la generosidad… La bondad tiende a pasar desapercibida precisamente por ser, gracias a Dios o a la vida, la tendencia habitual. A la vez, es fácil polarizarse: o bien caer en la inercia de una pasividad que no es más que indefensión aprendida, o bien pensar que todo está en nuestra mano y abocarnos así a la frustración porque el cuerpo nunca llegará a realizar todo aquello que la mente es capaz de concebir.
El propio filósofo no ha caído en el error de una no acción convertida en pasividad, y actúa tal y como está en su mano, con mesura y con fuerza, para defender aquello en lo que cree. En el punto medio está, una vez más, la respuesta.
Podemos entender la liberación como un punto medio entre ‘vigilancia’ y ‘permitir’
Del mismo modo, podemos entender “liberación” en este aquí-ahora de los albores de la era de la inteligencia artificial, como un punto medio entre “vigilancia” (es decir, observar aquello que es claramente perjudicial y no permitir su entrada en el sistema mente-cuerpo, al modo de la ciudadela interna que defendía Marco Aurelio) y “permitir”, es decir, abrir la puerta a aquello que no nos gusta sin rechazarlo con vehemencia (como decía Rumi en “La casa de huéspedes” o Analayo en su libro Satipatthana). Esta es la paradoja: ambas perspectivas son útiles, según cuándo y en qué circunstancia. Y es que, en el ámbito de la Psicología, sostener los contrarios con amabilidad es una de las habilidades más importantes que podemos desarrollar.
Abrazar la experiencia, incluyendo los momentos de caída o de vernos claramente retozar en el aferramiento, no es solo parte del camino, sino que es el camino. A la vez, siempre tenemos la posibilidad de dejar ir aquello que solo causa dolor, y de inclinar, poco a poco, la mente hacia una mayor apertura, alegría y generosidad. En la paciencia se va dibujando el rumbo hacia lares más luminosos.